domingo, 9 de mayo de 2010

Reencuentro con mi pueblo

Lo que yo no entiendo es como no comencé a escribir este cuaderno contando lo que ahora mismo os voy a relatar y que creo que os va a encantar al igual que a mí. Lo que no sé es si será incluido todo este capítulo de una vez o son cosas de los entendidos, en este caso mi hermano Jesús Mª, al que tanto debo y admiro.

El día 10 de noviembre de 1941 nací en el pueblo de VALDELAGEVE en la provincia de Salamanca. Mi estancia allí fue de dos años, de los cuales, como podrán imaginar, de nada me puedo acordar. En mi mente comienzan a grabarse los maravillosos días pasados cuando volví con 13 años, para cambiar de aires y conocer el lugar donde nací y a toda su gente. Tuve la suerte de tener como anfitriona a Elisa, discípula de mi padre cuando estuvo de maestro nacional entre los años 1934 y 1943.

En aquellos años, estoy hablando de 1954, ir al pueblo, a 104 kilómetros de Salamanca, era un tanto complicado. La primara parte del camino consistía en llegar a Béjar, bien por ferrocarril o bien en la Serrana de Coca, que suponían de 2 a tres horas de viaje. En esta ciudad textil comíamos un bocadillo, esperábamos unas horas, que, por cierto, se hacían muy pesadas, hasta montar en un autobús un tanto destartalado que nos llevaba hasta Lagunilla. La segunda parte del viaje resultaba bastante más incómoda, tanto por el vehículo en que viajábamos como por la cantidad de curvas que tenía la carretera. Al llegar a Puerto de Béjar y, más en concreto, a Casa Adriano, posada conocida y famosa desde generaciones anteriores, nos desviábamos a la derecha para tomar un camino -bien digo, un camino- y seguir hasta Peñacaballera, El Cerro y llegar a Lagunilla, fin de la segunda parte del viaje. Esto eran otras dos horas.

Desde ese momento solamente pensaba en el trayecto que quedaba por recorrer, unos 8 kilómetros, hasta llegar a mi querido pueblo de VALDELAGEVE. De ahí que mi cara fuese otra. En ella se reflejaba ya la sonrisa, la alegría, el sano deseo de conocer el lugar que me vio nacer y a las personas que en esos años me cuidaron, atendieron y de las que tantas veces oí hablar en casa a mis padres. Como dije antes, eran sólo 8 kilómetros, pero qué hermosura, qué olores, qué vistas. Ese trayecto lo hice caminando solo y disfrutando lo que nadie se puede imaginar.

En otras ocasiones unas veces lo hice de la misma manera, otras venían a buscarme en mulo y alguna vez me bajó en coche don José, amigo íntimo de mi padre, que aún continuaba en Lagunilla como médico titular. Tenía un Ford pequeño, de los de aquella época. De cualquiera de las maneras en este último tramo mis pensamientos eran muy positivos, de manera que todo el cansancio del viaje se iba pasando y olvidando según se sucedían las vueltas y revueltas -unas 200 desde Puerto de Béjar-, percibía el ambiente que me rodeaba, y sentía la ilusión y la alegría. También pasaban por mi mente aquellas historias, salidas de las bocas de mis padres, hermosas unas veces y crudas otras, cuando iban a buscar a Puerto de Béjar a mi padre con caballerías, ya que por aquel entonces no había autobús, y después de casarse, también a mi madre y a mí mismo.

Estos viajes se hacían en diferentes épocas del año y en alguna ocasión, por motivos que no recuerdo, nos llevaban por Montemayor del Río, pero siempre acompañados por gente del pueblo. El camino se hacía pesado y más aún si tenían que luchar contra las inclemencias del tiempo: el agua, el viento, en algunas ocasiones la nieve y para darle más emoción no tengo más remedio que mencionar a las alimañas, especialmente los lobos, sin olvidar alguna historia de los maquis.

Una vez que se divisaba el pueblo mi corazón comenzaba a latir más rápido y mi emoción se dejaba sentir. No sé qué tenía y aún tiene para mí. Todas eran buenas y sanas sensaciones, hermosos pensamientos. Entraba en una fase en que todo lo veía y lo sentía en armonía. En una sola frase: era una persona muy feliz.

En mí primer viaje fui recibido por tío Isaac y tía Valentina, los padres de Elisa y también de Zacarías, Mari Carmen y Félix, éste ausente. El mes que pasé a su lado fue extraordinario, pues no en vano toda la familia era un ejemplo. Tío Isaac era una gran persona y buen educador de sus hijos. Trabajaba su hacienda y además sacaba tiempo como sacristán para tener la parroquia en perfecto estado. Tía Valentina era una mujer inquieta, trabajadora, afable y pendiente de todo lo que le rodeaba.

En otras ocasiones acudía a casa de tía Consuelo, la patrona, como en nuestra casa la llamábamos. No en balde mi padre pasó en su casa unos años y cuando se casó vivió tres más en la casa contigua. Tía Consuelo fue siempre como una segunda madre para mi padre y más tarde como una abuela tanto para mí como para mi hermana Pili. Junto a ella y su querido hijo Emilio, al que adorábamos todos por su delicada salud y bondad, no faltaba nunca su hija Juana, mujer muy trabajadora y noble donde las haya; su esposo Victoriano, natural de Puerto de Béjar, que era más serio y socarrón; y sus hijos Julián, hoy mi compadre, Juanito, Ino, Chelo, Cándido y Ventura. La verdad es que para mí tanto monta la una como la otra familia. No puedo hacer distinción ninguna, pues el trato era excelente, cada uno a su manera, pero en ambas me sentía como uno más de sus seres queridos.

Tampoco quiero dejar de mencionar al resto de mis paisanos, los cuales estaban siempre pendientes de mí. Todos querían que pasara un rato a su lado almorzando, comiendo o merendando. Así querían demostrar lo agradecidos que estaban por la labor efectuada por mi padre durante los años que allí pasó. No paraban de hablar de él, de mi madre y de mi primera infancia. De todo ello les quedé muy agradecido. Todavía ahora, cuando vuelvo a mi pueblo, me siento plenamente integrado en él.

En mi mente hay innumerables recuerdos y anécdotas variopintas, recordadas con gran alegría, cariño y fervor, seguramente dulcificadas por el recuerdo. Voy a contar algunas.

En cada casa había un horno de barro. Cada vez que lo utilizaban suponía un gran acontecimiento para los niños y adolescentes, pero en especial para mí, dada la novedad. Los hombres se encargaban de llevar la leña de encender y calentar el horno. Mientras tanto, las mujeres elaboraban la masa del pan y cuando la temperatura estaba en su punto, la metían a cocer. Recuerdo cómo al abrir la puerta de nuevo y observar el color rojizo de su interior, notaba el calor en mis ojos. Mi cara rebosaba de alegría y no os digo cuando comenzaban a sacar el rico y apetecible alimento, ya cocido y con ese olor que aún conservo, para meter los panes en una artesa bien tapados y, una vez fríos, guardarlos en un arca.

Tengo clavado en mi mente que en casa de tía Valentina en tiempo de los higos preparaban mediante su cocción el arrope. Era una especie de mermelada con un sabor un tanto especial, del que ahora en concreto no me acuerdo. Lo que si puedo asegurar es que a todos nos gustaba y lo comíamos extendiéndolo sobre una rebanada de pan.

Por entonces todavía había lobos y en un par de ocasiones los vi correr desde el Ventorro, el barrio alto del pueblo, por la mañana, temprano. Lo hacían por el otro lado del río, exactamente atravesando el paraje llamado los Riscos. Me ponía muy nervioso y contento a la vez, al observar algo inédito en mi vida y de lo que tantas veces había oído hablar. Enseguida llamaba a tío Isaac para que los viese y de esa manera compartir también esa emoción.

El desayuno era en todas las casas normal, pero el almuerzo es algo que me quedó tan grabado que en esta ocasión se lo voy a adjudicar a tía Consuelo, la patrona. Cuando llegaban los hombres y las mujeres de las primeras horas de faenar en el campo, esta gran señora, todo un ejemplo de trabajo, orden y silencio, que en muy pocas ocasiones levantaba la voz, ya lo tenía todo preparado. Eran aproximadamente las once de la mañana y nos sentábamos alrededor de dos mesas sobre sillas bajas, tajos o banquetas. Para mí era otro acontecimiento y para ellos un rito. Con qué ganas comíamos al pozo, como entonces se llamaba a comer todos de la misma fuente o cazuela de barro, aquellas ricas patatas cocidas a la lumbre en pucheros de barro. A su lado encontrábamos otra fuente repleta de una ensalada de tomates de las que hacen historia. Es cierto, esas ensaladas solamente las he comido en Valdelageve y además con cuchara, dado el jugo que soltaban. A continuación comenzábamos a coger las tajadas metidas en el panzón, que era trozos de panceta adobada con pimentón y metidas en el intestino ciego del cerdo. Las colocábamos sobre una rebanada de pan y las íbamos cortando con un cuchillo o una navaja para comerlas con un gusto y agrado… De verdad es que en estos momentos, como en otros, lo estoy pasando muy mal, pues la boca se me está haciendo constantemente agua, que es lo que bebíamos entonces los adolescentes o, como mi padre decía, los hombres de media bragueta, mientras los mayores remataban con un sorbo de buen vino de cosecha propia. Terminábamos el almuerzo con un excelente postre de fruta, que bien podían ser cerezas, pavías, higos, ciruelas, etc., según la época, todo ello del propio terreno. Esta forma de comer a mí particularmente me gustaba mucho. Claro que por aquel tiempo todos éramos más naturales que hoy en día, pues no había nada que temer porque la vida era más sencilla.

Los días transcurrían yendo y viniendo de un lado para otro, jugando con los adolescentes del pueblo, recogiendo en los huertos ricos tomates, frescas lechugas y fréjoles, o subiéndonos a los árboles en busca de diferentes clases de frutas, todas ellas muy olorosas, de las que ya hice mención con anterioridad. El lugar que más me llamaba la atención era el Huerto del Lobo, al que siempre iba con una alegría inusitada. Primeramente dado su nombre y luego por la famosísima higuera, la más grande, con mucho, de Valdelageve y creo que de la comarca. Daba higos en tal cantidad, que parecía que nunca se acababan. Años más tarde, cuando volví e hice alguna fotografía, tuve que alejarme muchos metros para poder captarla en toda su amplitud. Solamente me faltó medir el diámetro, y enterarme del porqué de su nombre y de sus años. En algún momento algo debieron de contarme, pero ahora no logro acordarme.

Por todos esos lugares iba casi siempre en compañía del hoy mi compadre Julián, que era el mayor de la pandilla, formada también por Juanito, Daniel, Ovidio y alguno más. Algunas veces nos acompañaba Alejandro, al que llamábamos Ale. Ya era un mozo, pero, dadas sus buenas cualidades, encajaba muy bien con nosotros.

En el Ventorro me juntaba con Ramón y otros, pero cuando mejor y más contento estaba era jugando, hablando e incluso leyendo y haciendo algunos deberes con Mª Carmen y Teo. Esta última era la hija menor de tía Rosa. Una de sus hermanas, Upe, estuvo cuidándome durante mi niñez y al tenerme tanto tiempo en sus brazos, fue tal el cariño que me cogió, que desde entonces nos sentimos tan unidos como si de la familia fuésemos. Siempre que hablamos por teléfono o nos escribimos sigue llamándome “mi niño”. Me encontraba también muy a gusto en casa de tía Rosa, seguramente por verme rodeado de su cariño, sencillez, amabilidad y humanidad. Junto a ella pasé grandes ratos. A veces viendo con qué cuidado, paciencia y esmero elaboraba en la cocina sus hermosos y ricos quesos de leche de cabra, de los que tan orgullosa se sentía y no era para menos. Y también contándome amenas historias.

Terminado el trabajo, salíamos al espacio abierto que tenía delante de su casa y nos sentábamos en el poyo o escaño. Enfrente de la casa había dos acacias y el paisaje que desde allí se divisaba era -y es- espectacular, majestuoso. Si mirábamos de frente nuestra vista chocaba con el alto de la Gesa. Si lo hacíamos a la derecha, con el regato de Valtravieso y los Riscos. Si volvíamos la cabeza a la izquierda, enseguida veíamos las eras con los dos olmos aún existentes, un poco más lejos, el monte del Pardo, más allá la Sierra del Castillo, zona del pueblo de la Herguijuela de la Sierra, para finalmente detener nuestra vista en la sierra de la Olconera… Como la casa está aislada, todavía sigo pensando que era -y es- el lugar privilegiado para tener una segunda vivienda. Claro que es un pensamiento muy personal.

Otros momentos muy agradables sucedían cuando iba a llevar o a buscar el ganado de tío Isaac, bajando por el camino que nos lleva a la fábrica de la luz. Durante ese tiempo bonitas canciones salían de mi garganta, me sentía contento y a la vez útil por la ayuda aportada. En el camino me paraba a cortar alguna rama para hacer alguna cayada, pues no en vano ya me habían enseñado el proceso a seguir.

También me divertía mucho trillar, siempre acompañado por mis canciones y en menor escala me gustaba limpiar o recoger el grano. Este trabajo, al ser más serio, lo desarrollaban las personas mayores. La juerga para nosotros venía a continuación, al meternos descalzos en los montones de grano de trigo, sobre los que saltábamos, nos rociábamos de grano e incluso preparábamos buenas peleas. Claro que todo tenía un punto y era cuando las personas mayores nos pescaban y entonces no teníamos más remedio que salir y ordenar lo desordenado, siempre a nuestra manera.

Había unos días muy especiales, muy bonitos. Primero, por la claridad y el relucir del sol y en segundo lugar, por la alegría que desprendían tanto las mujeres y las mozas como las de los muchachos. Consistía en bajar al río a lavar la ropa. Para nosotros era una jornada silvestre y la pasábamos hasta la tarde. Nos daba tiempo a todo: a chapuzarnos, a saltar de piedra en piedra, a subirnos a algunas peñas, a cruzar el río y subir a los prados verdes para tirarnos dando vueltas. Las mujeres, después del primer lavado, ponían la ropa a solear sobre las peñas, arbustos o la hierba, donde, recibiendo los rayos solares, se blanqueaba. Seguidamente comíamos, para más tarde, después de un corto descanso, volver a meter la ropa en el río y dar los últimos toques antes de volver a ponerla al sol para secarse. Después tomábamos parte en doblar la ropa y meterla en las banastas y finalmente esperábamos a que bajasen los hombres y los mozos a buscarnos con las caballerías.

Cuando llegaban, lo primero que hacían era darse un chapuzón, pero… en coratos, vamos, desnuditos. Más tarde intentaban coger alguna anguila de las que tanto abundaron durante muchos años. Normalmente se metían también las mujeres, pero vestidas, para ayudar a capturarlas. Resultaba difícil y complicado cogerlas, dada su piel fina y resbaladiza. Siempre comentábamos cómo en una ocasión una mujer asió con fuerza el pito de un hombre y a viva voz, toda entusiasmada, gritó: “¡ya la tengo, ya la tengo, ésta ya no se me escapa!”, mientras el pescador de anguilas gritaba a la vez: “¡pero que es mi pito, que es mi pito”. Hoy en día desde la construcción del pantano de Gabriel y Galán y otros las anguilas han desaparecido de nuestra zona.

Al atardecer las mozas iban a buscar el agua. Las que vivían en el Ventorro acudían a casa de tía Elena, que tenía dos hijas. Una de ellas, muy moderna y un tanto especial para aquella época, tenía de nombre Jovita. El resto del pueblo, casi su mayoría, iba a la fuente de Acullá, ya que tanto las tinajas como los cántaros y botijos de cada casa tenían que quedar llenos. Entonces las mozas del pueblo se arreglaban y embellecían. No en vano en los viajes de ida y vuelta, que echaban con sus cántaros cargados sobre la cabeza y al cuadril, aprovechaban para juntarse con los mozos que salían a su encuentro. Éstos no iban tan acicalados, pero sí dispuestos y con ganas de verlas, ayudarlas y en muchos casos de cruzar palabras, lo que hacía para ambos sexos un final del día más alegre, cautivador y lleno de encanto.

Los domingos por la tarde se juntaban las pandillas en diferentes partes del pueblo. Los mozos estaban en el bar o en sus cercanías, y llegada, la hora, todas las mozas acudían al casino, lugar donde se hacía el baile, que era de lo más curioso y bonito. Yo, todavía muy jovencito, observaba, pero años después ya eché algunos bailes de los que guardo muy buenos recuerdos. Al son del tamboril y la gaita las parejas íbamos dando vueltas alrededor de una columna de madera. No era un baile cargado de mozos y mozas, pero sí había los suficientes para que el domingo acabara siendo el día más especial y hermoso dentro de cada semana.

Las noches eran totalmente diferentes. El ambiente era sereno, calmado y respirando un olor muy agradable. Se juntaban todos los aromas, aquellos que por el día quedaban apagados por el sol y el movimiento del ir y venir de la gente del pueblo y los animales. Como era verano, casi todos los vecinos salían a tomar el fresco: unos se sentaban en los poyos de las casas y otros lo hacían en tajos o sillas bajas. Lo que nunca faltaba era alguna banasta llena a rebosar de higos y de la que buena cuenta dábamos entre conversaciones y risas. Alguna vez, más en serio, contemplábamos las constelaciones que entre unos y otros podíamos conocer, dando luego cada uno nuestro punto de vista. También observábamos las estrellas fugaces, tan frecuentes en esa estación del año e incluso algún satélite que veíamos pasar lentamente todos los días y a la misma hora. Pero, es curioso, siempre y casi al final parecía el momento más oportuno para que los mayores se explayasen, contándonos a los jóvenes y menos jóvenes sus vivencias pasadas. Eran tantas y tan variadas que durante las narraciones no se oía ruido ninguno, sobre todo cuando se tocaban los temas de los lobos o de los maquis. En resumen, que una vez saciados de comer, hablar y escuchar nos despedíamos todos tan contentos y ufanos como era costumbre con los “hasta mañana”, “que descanséis”...

Ya en plena juventud no dejé de volver a mi pueblo siempre que me era posible. Buscaba días de paz y de tranquilidad. Ya me alojaba en casa de mis compadres Julián y su extraordinaria esposa Sidri. Y digo esto por las múltiples y buenas cualidades que la rodeaban, gozando además del cariño y la libertad que me daban para hacer lo que quisiera. Los días en Valdelageve no sé qué es lo que tenían, pero sí puedo asegurar que transcurrían y todavía transcurren más rápidamente de lo normal.

Años después lo primero que hacía todas las mañanas era visitar a mis seres más queridos: tía Consuelo y su hijo Emilio. Eso era para mí un rito. Seguidamente comenzaba a caminar, cada día por lugares diferentes, a cual de ellos más precioso. Como los parajes que rodean al pueblo son a la vez muy abruptos, agrestes y difíciles de llegar, no tenía más remedio que ir acompañado de un palo que me sirviese para apoyarme de la mala pisá, como por allí se dice, y para defenderme, esto hipotéticamente, de cualquier animal que pudiese aparecer. En mi compañía tampoco faltaba un libro, la máquina de hacer fotos, la de diapositivas y el trípode. Juntando todo esto resultaban los paseos más atractivos, pudiendo detenerme con mayor frecuencia y recrearme de esos primeros y segundos planos de las vistas tan hermosas que servían para distraerme y sentirme en un mundo donde todo era puro, sin maldad ni envidias y siempre con pensamientos limpios, como el aire que respiraba. Sin pensar y casi sin preparar estaba disparando algunas fotos o leyendo algún capítulo del libro.

Me viene a la mente cómo una tarde, después de comer, marché de en dirección al alto de la Gesa, después de que mis compadres me hubieran indicado, como era costumbre, el camino a seguir. Iba con mis bártulos y no sé por qué motivo llevaba el trípode extendido todo lo largo que era. Durante el primer tramo del camino todo marchó normal, pero una vez que comenzó la pendiente, entre las jaras, escuché un ruido. Me paraba y éste cesaba, y así durante toda la ascensión. Incluso hubo algún momento en que me detenía y rodeaba la zona a ver si localizaba alguna culebra u otro bicho o animal, pero la verdad es que no logré ver nada. Llegué al lugar deseado y lo primero que hice fue observar los alrededores, luego preparé las máquinas fotográficas y finalmente me senté sobre una piedra a descansar. Pero he aquí mi gran sorpresa: ver delante de mí al perseguidor. ¿Quién era? Ni más ni menos que Loli, la perra de Julián. Bien es cierto que a mí nunca me gustaron estos animales, pero en ese momento, viendo su candidez, no tuve más remedio que aceptarlo y hacerme su amigo. Aproveché la ocasión para sacarle unas fotos y en otras a los dos juntos. Cuando llegué a casa con toda la ropa pegajosa, debido a mi paso entre las jaras, lo primero que hice fue contárselo a mis compadres. Julián enseguida me contestó que el bueno del animal, al verme salir de casa con el trípode al hombro, creyó que llevaba una escopeta e iba de caza.

Quiero hacer un inciso: al llegar a Salamanca una de las fotos del perro le gustó tanto a mi amigo, el artista Antonio Marcos Collantes, que me pidió se la dejase. Pintó un cuadro que más tarde sería premiado en una exposición. Desgraciadamente esta gran persona y artista salmantino falleció el día 23 de diciembre de 1996.

Ya para concluir, sigo insistiendo que lo más hermoso del pueblo era la paz y el sosiego; la campiña con esas vistas tan bonitas y que tantas veces he mencionado, llenas de contrastes tanto al amanecer como al atardecer; el sentirme rodeado de personas que normalmente sólo veía cuando iba allí; el tener otro tipo de conversaciones, más sencillas y llenas de sinceridad, humanidad; el observar la forma de vivir de cada uno de mis paisanos y, cómo no, el ver reflejada en sus caras la satisfacción del deber cumplido.

(Fotos: Juan-Miguel Montero Barrado)

1 comentario:

  1. Muy entrañable y emotivo. Lo que más me ha conmovido es la riqueza de antaño vivida por tí, y que ya está triturada por la nueva y desdichada modernidad de las prisas.Me gustaría escribir con el mismo amor a las sensaciones de nuestra juventud; yo no se expresarme así, y mi niñez fue rica de vivencias, tanto en la ciudad como en el campo y en la playa, pero creo que tú todo lo vivias tan intensamente, que por eso eres capaz de transmitirlo.
    Continuaré enganchada, como se dice ahora, a tus capítulos entrañables de tus recuerdos serranos. Saludos

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