domingo, 30 de mayo de 2010

Costumbres ancestrales (segunda parte)

Platos típicos

Valdelageve, como todos los pueblos, ha tenido una gastronomía amp
lia y rica para aquellos tiempos. Hoy, como la vida, los hábitos, las formas de cocinar y los ingredientes han quedado desfasados. Los guisos van desapareciendo, aunque todavía quedan algunas recetas que siguen respetándose y otras que vamos a intentar rescatar.

Como éste es un trabajo plural, la que lleva el mando es mi amiga Mª Jesús Monforte, que, para más señas, es nieta del “vaquerillo” Félix Monforte Chorro, quien, como sabemos, desde niño comenzó a cuidar las vacas del gran poeta José Mª Gabriel y Galán y al que éste le dedicó el poema “Mi Vaquerillo”. Entonces vamo
s a comenzar dando prioridad, aunque algo se nos quede en el tintero por eso del secreto profesional, al…

Conejo de campo asado al estilo Valdelageve: se enciende el horno con leña y creemos que antes también la mezclaban con ramas de jara; cuando la temperatura es la adecuada, se mete el conejo preparado con sal y laurel dentro de una fuente de barro; mientras se va asando, se hace una vinagreta, compuesta de vinagre, como su nombre indica, cebolla, ajo, sal y aceite de oliva; cuando el conejo está listo, se saca, se extiende la vinagreta y se deja un tiempo macerando.

Migas: lo primero que se hace es trocear en cuadraditos pequeños el pan, al igual que el tocino, y tener preparados los ajos, el pimentón y la sal; en la sartén se echa aceite de oliva, se fríe el tocino, los ajos y se añade un poco de pimentón; después se echa el pan y se rehoga, moviéndolo hasta que toma el color de los ingredientes; sin son pa
ra la familia, se puede utilizar solamente una sartén; si son para más gente, hay que utilizar una caldereta.

Sopa dulce de Navidad: se fríe pan del día anterior, o sea,
que esté un poco asentado; después se coloca en una cazuela y se rocía con agua en la que se ha disuelto un poco de miel; se le pone canela y se añaden almendras, nueces y piñones molidos; se deja cocer muy poco a fuego lento hasta que el pan absorba el agua; está exquisita.

También se cocina venado, jabalí y otros animales de caza, bien guisados o bien estofados.

Existen también platos que se elaboraban en la época de la
matanza. Voy a mencionar dos.

Sopa de sangre: se prepara un caldo con ajo machado, sal, cominos y un poco de grasa; cuando el agua empieza a hervir, se añade la sangre del cerdo recién matado y se mueve continuamente; después se vierte el caldo sobre la sopa de pan, que consiste en partir el pan en láminas muy finas y calarlas o empaparlas con el caldo.

Hígado encebollado: en una sartén se pone un poco de aceite para freír cebolla, ajo y el hígado; cuando está bien rehogado, se le añade un poco de vinagre; se hacía para las cenas.


Dulces


Dentro de la cocina una variedad es la elabor
ación de dulces. Vamos con algunos de ellos.

Coquillos: es el más típico de los dulces de este pueblo; se hacen con huevos, agua de anises y la misma cantidad de aceite, harina y levadura; se hace la masa y se deja reposar una media hora; después se hacen unas figuras y se fríen en abundante aceite bien caliente; finalmente se cubren con miel.

Peos de lobo: se hace una mezcla de leche, huevos, harina y levadura; en esta ocasión la masa se deja muy fluida y se fríe poniendo p
orciones con una cuchara; después se untan con miel.

Bollos de Pascua: se hacen con aceite; agua y anís en la misma cantidad, hervidos con naranja y limón troceados; tres huevos, azúcar, levadura de la de hacer el pan y harina la que admita; tiene que quedar una masa blandita, que se deja reposar para que ferme
nte; después se da forma a los bollos, se les unta con huevo y se les pone encima unos montoncitos de azúcar mojada; finalmente se cuecen a horno fuerte.

Elaboración del vino y el aguardiente

Vino: se echa la uva con vástago en un lagar; cuando está bien pisada, se deja en reposo y una vez al día se mueve y se presiona hacia el fondo; una vez que empieza a fermentar, se hace esa misma operación todos los días durante tres semanas; cuando deja de fermentar el vino, es que ya está hecho y entonces es el momento de esmostar, que es moverlo y colarlo a otro recipiente; finalmente se pasa a cubetas o tinajas de barro.

Aguardiente: con los restos de la
uva, llamado orujo, éste se metía en el alambique o alquitara, se echaba un cántaro de agua y se ponía al fuego hasta que hervía; la parte de arriba del alambique tenía una especie de cabeza donde se ponía agua, que cuando estaba muy caliente se cambiaba por fría; entonces por el cambio de temperatura caía el vapor de agua convertido en aguardiente por un tubito que iba desde la cabeza a otro recipiente; esta operación duraba unas dos horas y la cantidad de aguardiente que salía era variable, dependiendo del tamaño de la alquitara, que solía ser de unos cinco litros.

Cómo se hacen los quesos

El queso era a la vez un alimento muy nutritivo y un producto que ayudaba a la economía familiar. Hace años abundaban los rebaños de cabras y de ovejas. Ahora voy a explicar cómo era el proceso de elaboración.

Lo principal era tener preparado el cuajo. ¿Y qué es? Pues el estómago de los chivitos, que una vez extraído, se dejaba secar colgado durante uno o dos meses en uno de los muchos clavos que había en las
cocinas. De esta manera ya tenemos un producto para comenzar su elaboración.

También era muy importante tener varios cinchos, con los que se procedía a la ejecución del alimento. Ahora volverán a preguntarse qué es un cincho. Pues un aro que se hacía cortando una tira o lámina
de oranzo, castaño, etc. Como cuando se efectuaba el corte, estaba verde, éste era el momento más propicio para domarlo y hacer el cincho, que tenía un grosor de 5 milímetros y una altura de 5 centímetros, aunque en algunos casos las dos medidas eran mayores. El cincho siempre tenía un trozo sobrante, al que hacían unos agujeros para poder regular el tamaño de cada queso.

Imprescindible era colar la leche, que se hacía con un colador muy rústico. Seguidamente cortaban un trozo de cuajo, lo envolvían en un trapito de hilo y lo metían en una taza de agua para que se fuese ablandando. Luego se estrujaba con la mano para que soltase el cuajo líquido, que se iba mezclando con la materia prima, es decir, la leche. Finalmente se movía bien y se dejaba reposar durante dos horas aproximadamente.


Pasado ese tiempo, cuando la leche estaba ya cuajada, se volvía a remover y mientras la cuajada se iba al fondo, el suero se quedaba arriba. Entonces el líquido se iba quitando con una taza, de aluminio o porcelana, y se echaba en una perola.


Quiero aclarar que el suero es un alimento muy nutritivo y
reconstituyente. Normalmente se lo daban a los cerdos, pero eso no quitaba para que algún gevato se lo echase en una taza con pan migado y se lo tomase como un buen desayuno.

El empremijo del queso era una tabla cuadrada de apro
ximadamente 40 centímetros de lado, lo suficientemente ancha para colocar el cincho. A partir de ahí la tabla iba estrechándose hasta quedar reducida a 10 centímetros, que era por donde se deslizaba el suero para caer sobre una cazuela de barro. También se utilizaba una lancha de pizarra, en lugar de la tabla anteriormente mencionada.

A partir de ahí comenzaba lo más bonito, que era un rito para todas las mujeres que lo hacían. Era un verdadero trabajo artesano. La cuajada se iba cogiendo poco a poco para irla colocando en el cincho -ahora mismo parece que lo estoy viendo y me estoy haciendo la idea del movimiento de las manos de mis paisanas. Desde ese momento la cuajada se iba colocando y apretando para que el suero que quedaba entre ella se fuese deslizando hasta caer en la cazuela. Mientras tanto, también había que ir apretando el cincho. Una vez hecha la primera parte, se le daba la vuelta al queso y se rellenaba con un poquito de cuajada, con el fin de dejar la parte de abajo también perfecta.

El queso se dejaba reposar durante dos horas, pasadas las cuales se echaba la sal sobre la parte de arrib
a, luego se le daba la vuelta para hacer lo mismo y se colocaba durante unos minutos una plancha de pizarra para lograr una mayor perfección. Pasada una hora, el queso se sacaba del cincho o aro y ya estaba presto para comerlo, tiernecito. Si se quería curado, se colocaba sobre una tabla y se iba dando una vuelta al día, hasta lograr el punto que se desease. Fresco o curado, ¡siempre hay gente para todos los gustos!

Cómo se hacía el pan

Un momento muy emotivo lo viví mientras mis paisanas me contaban la forma de hacer los panes. La alegría se les notaba en sus ojos relucientes y también en sus labios, que parecían verse más humedecidos de lo normal. Notaba como si sus bocas se estuviesen haciendo agua. Relatado este momento tan bonito, voy a intentar que este escrito me salga lo mejor posible.

Para hacer el pan, lo primero era preparar la levadura... ¿Que cómo se hacía? Veamos: en un cuenco se echaba agua hervida, sal y harina, mezclándola hasta hacer una masa; se cubría con un trozo de tela y se guardaba en un lugar fresco durante ocho días, hasta que fermentaba.

Por otra parte, se ponía agua a hervir con un poco de sal. En un barreñón se echaba la harina formando un montón, en el que se hacía un hueco, como si la boca de un volcán fuera. Una vez que el agua hervida alcanzaba el grado de tibia, se echaba en el hueco de la harina junto con la levadura, desmenuzando ésta con las manos hasta que se deshacía. A partir de aquí era el momento oportuno para comenzar a mezclarla con la harina hasta lograr una masa compacta. Entonces se trasladaba a una artesa, donde era trabajada o amasada con fuerza hasta lograr su punto. Seguidamente se iban cortando trozos de masa, según el tamaño del pan que se quisiera hacer. Estas porciones se volvían a amasar hasta dejar una masa más fina, que era el momento para ir dando forma al pan hasta acabar las porciones.

Sobre unas burriquetas se colocaba una tabla cubierta con una tela blanca y sobre ésta se iban colocando los panes según se iban haciendo. Después se cubrían con otra tela, también blanca, y se les dejaba en reposo durante tres horas aproximadamente en lo que fermentaban. En algunas casas colocaban la tabla sobre los respaldos de dos sillas.

Cuando el horno estaba caliente, al abrirlo se podían ver las brasas rojas y relucientes, y entonces se metían los panes. Su cocción du
raba aproximadamente una hora. El siguiente paso era el momento esperado, cuando se abría la puerta del horno y se desprendía un olor tan agradable, que la alegría embargaba a todos, sobre todo a los niños, ya que para ellos era un acontecimiento. Los panes volvían a colocarse sobre la tabla, hasta que se enfriaban. Luego se guardaban en un arca y de allí se iban sacando para el consumo a medida que iban haciendo falta. Algún impaciente arrancaba un trozo de pan y... ¡qué rico estaba, madre!

(Fotos: Juan-Miguel Montero Barrado)

Costumbres ancestrales (primera parte)

La herencia

Recuerdan las personas mayores sobre las costumbres de sus antepasados que cuando un padre repartía el patrimonio entre los hijos, éstos, como norma, quedaban obligados a darle todos los años 100 kilos de trigo, 100 kilos de patatas, 32 litros de aceite y otros productos como alubias, garbanzos, etc.

El desajumerio

Otra costumbre muy típica era el desajumerio, un localismo que viene de humero, el cañón de la chimenea por donde sale el humo. Consistía en quemar hierbas olorosas, como orégano, poleo, romero, diferentes clases de tomillo, etc., saltando después sobre la humareda con la esperanza de curar las enfermedades de aquella época: paludismo, fiebre tifoidea, tos ferina, etc. Puedo atestiguar cómo mi madre en cierta ocasión, por indicación de las mujeres del pueblo, me cogió en sus brazos y saltó estando yo con la difteria. Este evento se hacía siempre el jueves de Corpus Christi, una vez recogidas y amontonadas parte de las hierbas que habían estado haciendo de alfombra durante el paso de la procesión.

Los juegos

Los mozos también tenían su patrimonio de instrumentos de juegos. El material estaba bajo la custodia de un mozo y sin su permiso no se dejaba que lo utilizara nadie que no se hiciera responsable. Lo normal es que jugasen entre ellos, pero había fechas en las que competían con equipos de pueblos colindantes. Cada juego tenía sus propias normas. Voy a poner varios ejemplos.

La barra de hierro, que lanzaban desde un punto determinado. El vencedor era el que la tiraba más lejos.

La calva, para la que utilizaban un rulo o marro y un madero. El juego que consistía en lanzar el rulo e intentar dar en la parte superior del madero.

Una pelota, para jugar a lo que su nombre indica.

En la rayuela participaban tanto los mayores como los mozos. Pasaban grandes ratos y, además, para darle más énfasis, se jugaban alguna pequeña cantidad de dinero. Demostraban su habilidad. Se trazaba una línea recta de 3 metros aproximadamente y en el centro se hacía un hoyo. En la cabeza de éste se clavaba un palo o navaja y entonces los jugadores se colocaban a una distancia de 5 metros y con dos monedas de 10 céntimos, de aquellas tan grandes y hermosas que por entonces existían (las perragordas), hacían lanzamientos que podían tener los siguientes puntos: 8, si daba en el palo y caía en el hoyo; 6, si daba en el palo y quedaba tocando la línea; 4, si daba en el palo; y 2, si caía en el hoyo.

Éstos son solamente algunos de los juegos que servían para divertirse en el pueblo. Hoy todos ellos han quedado para el recuerdo.

Los mozos

Todos los años había aspirantes para entrar a formar parte del grupo de los mozos. Para ello cada uno tenía que pagar cuatro cuartillos de vino, o sea, 2 litros, con lo que celebraban una fiesta. De esta manera pasaban a tomar parte con todos los derechos en las actividades, como bailes, juegos, etc. Dentro de este grupo había algunos mozos que creían ser los más valientes y fuertes, y entre otras canciones cantaban ésta:

Mozos hay,
mozos hay en la ribera,
los hay de media polaina,
los hay de polaina entera,
y para remate de su fortaleza,
cuando llevan el pendón,
no hay viento que se lo mueva.

También, como prueba de su valentía, paseaban sin farol por las calles del pueblo en la completa oscuridad de la noche.

A sus fiestas acudía gente de otros pueblos. Después de los bailes se organizaba algún añadido, como teatro, comedia, etc. Los forasteros eran bien acogidos, pero los gevatos, para curarse en salud, cantaban esta curiosa canción:

Para los forasteros que se asoman a los altos
y oyen el tamboril, dicen:“fiesta habrá”
Ésos corren como galgos a ocupar el mejor lugar.
Pero los que sean de una legua, que vayan y vengan,
y los que sean de dos, que traigan la merienda.


Cazadores

A través de los siglos en Valdelageve siembre hubo magníficos cazadores, posiblemente los más finos de la comarca. Llegaron a esta perfección al poseer casi todos los hombres armas que necesitaban para defenderse y proteger frecuentemente a sus rebaños de cabras, ovejas y vacas de las manadas de lobos, que incluso en el invierno se adentraban en el pueblo para llevarse animales domésticos. También las utilizaban para la caza de conejos, liebres, perdices, jabalíes, etc., que les servía como ayuda al sustento.

En ocasiones, llegados al pueblo después de unas largas y monótonas jornadas de trabajo, se reunían las cuadrillas de mozos y mayores en las bodegas, donde asaban algún conejo, para luego, con gran animación y alegría, comerlo regado con un agradecido vino de cosecha propia. Para terminar la fiesta se organizaba un baile al son de la gaita y el tamboril.

En la actualidad sigue habiendo cazadores, aun más finos y con mejor puntería, dada la sofisticación de las armas. De ahí que las cacerías, cuando está abierta la veda, sean un gran éxito.

El parto

Al no tener médico en el pueblo, lo normal, salvo excepciones, es que las mujeres pariesen en casa y sin su presencia. No obstante, nunca estaban solas, pues siempre había a su lado en esos momentos tan especiales, bonitos y maternales algunos seres de su confianza. También estaba presente una señora que, dados sus conocimientos, ayudaba y hacía las veces de comadrona.

El parto solía hacerse en la cama o, más frecuentemente, sobre la lancha de la lumbre, lugar donde extendían una alfombra con dos sábanas limpias, que era el lecho donde se tumbaba la parturienta.

El sistema, tanto en la cama como en la lancha, era el mismo. Primero calentaban agua y en otra cazuela ponían a cocer una cuerda con el fin de desinfectarla. Tan pronto como el niño nacía, lo primero que hacían era cortar el cordón umbilical para separarlo de la madre, atándolo con un trozo de cuerda pequeña. Con el resto de la cuerda se ataba por un extremo el cordón de la placenta y el otro a una de las rodillas de la mujer hasta que poco a poco iba saliendo la placenta.

Mientras unas acompañantes se brindaban a atender a la madre, otras se dedicaban en cuerpo y alma a limpiar al niño, ponerle su nueva ropa para entregárselo con toda rapidez a la madre, que lo reclamaba. Al verlo, lo más frecuente era que la primera frase que salía de su garganta fuese: “¡Que guapo es mi niño”!... o mi niña.

Canciones de ronda

En las fiestas o en cualquier otro momento especial y entre dos luces todos los quintos, en compañía de los demás mozos, salían a rondar a las mozas, acompañados de algunas guitarras y laúdes, pero siempre esperando una respuesta cariñosa, tierna o apasionada por parte de ellas. Como eran muchas las canciones, voy a escribir solamente algunas:

Niña, qué bonita eres.
No me canso de mirar,
niña, qué bonita eres.
No me canso de mirar,
pero no me atrevo a hablar,
porque no sé si me quieres.
Si me quieres, dímelo.
Si me quieres, dímelo.
Y si no, dime que me vaya,
no me tengas al sereno,
que no soy un cántaro de agua.

oOo

Dicen que no nos queremos,
dicen que no nos queremos,
porque no nos ven hablar.
A tu corazón y al mío
se lo pueden preguntar.

oOo

El amor es como una fragua
donde se funde el cariño.
Unas veces soy el yunque
y otras el martillo.
Cuando vengas a buscarme,
no traigas los labios pintados,
para que no diga la gente
que nos hemos besado.

oOo

Enfrente de tu ventana
está la luna parada,
porque no la deja entrar
la hermosura de tu cara.


oOo

Qué bonita está tú parra
con el racimo colgando.
Más bonita está una niña
de catorce a quince años.

oOo

Ya se van los carnavales,
la feria de las mujeres.
La que no tenga marido,
que aguarde al año que viene.

oOo

Enfrente de tu ventana
hay un guindo garrafal
donde cuelgas el candil
para verte desnudar.

Y para acabar este punto quiero narrar un dicho que en gran parte de la comarca lo conocen y recuerdan, aun con alguna variante. Ocurrió que durante una tarde de tormenta Valdelageve tuvo la mala suerte que sobre la espadaña de la iglesia cayese un rayo y la campana se rompiera. Entonces el sr. Alcalde mandó una nota al obispado de Coria en la que escuetamente decía:

“Pueblo de Valdelageve, campana rota”. A lo que el sr. Obispo de la diócesis, contestó: “El que la haya la roto, que compre otra”.

Sinceramente, me hubiese gustado seguir contando más anécdotas, pero pienso, que sobre este tema, uno comienza, pero no sabe cuando termina.

domingo, 16 de mayo de 2010

El molino de Valdelageve


Antes de comenzar a escribir sobre el tema que lleva el título, voy a intentar hacer un poco de historia. Puede que nos resulte a todos más atractivo e interesante.

“El origen de la molienda y su posterior evolución se pierde en las noches de los tiempos”, según nos dice Fernando García Castellón en su libro Los molinos y fábricas de harina en Castilla León. Es una frase que viene muy bien a cuento para comenzar a escribir este corto tema, hasta llegar al punto que deseo.


En la antigüedad, según iba cambiando la vida del hombre de la misma manera se iban modificando sus hábitos y costumbres, entre otros, el de la alimentación, inventando utensilios para preparar las carnes, las semillas, domesticar a los animales, cultivar las plantas, pero en especial los cereales. Para facilitar la ingestión de los granos del cereal era necesario machacarlos hasta convertirlos en harina. Ésta se mezclaba con agua hasta convertirla en una masa, después era aplastada y finalmente cocida al fuego. De esa forma se hizo el primer pan. Debo aclarar, que, la molienda fue utilizada por las mujeres, ya que era una labor propia de ellas y formaba parte de la cotidiana preparación de los alimentos.

Los molinos de mano se empezaron a manejar en el neolítico (parece ser que en Oriente Medio) y siguieron utilizándose durante algunos siglos. Los primeros molinos de cereal consistían en una lancha de piedra base alargada y un poco cóncava donde se colocaba el trigo, sobre la que se deslizaba otra piedra, lo más cilíndrica posible, de un lado a otro, hasta lograr lo ansiado. La posición de la molinera era colocarse de rodillas y sujetar sobre sus muslos la lancha.

Este sistema se fue perfeccionando, de manera que la lancha era colocada en el suelo, la molinera se arrodillaba delante y con una piedra cilíndrica más larga se deslizaba con mayor rapidez y sin dañarse tanto el cuerpo, logrando así un mayor rendimiento. Posteriormente llegó a utilizarse también el molino de golpeo a mano: el trigo se metía en un mortero y a base de ser golpeado el cereal con unos palos gruesos, se conseguía la harina.

Algunas de estas piedras, que se consideran las muestras más antiguas del molino de grano, se exponen en el Museo de El Cairo y datan aproximadamente del año 8000 a. C.

Las técnicas de la molienda fueron avanzando, de ahí que se comience con la utilización del molino de dos piedras circulares, una fija sobre la que giraba otra accionada manualmente, estableciéndose una disposición que perduraría en los futuros molinos. En estos primeros molinos de mano el accionamiento de la piedra superior giratoria se realizaba mediante un pivote o estaca de madera, insertado en su lateral o en su parte superior con el que se realizaba el giro. Por el agujero central de la piedra superior se echaba el grano del cereal y al hacerla girar machacaba y trituraba el grano que salía por los bordes exteriores convertido en harina. Estos molinos de mano se siguen utilizando en algunas comunidades aisladas del Norte de África.

Hago un alto en el escrito para describirles cómo en el año 2004, en un viaje que hicimos a Túnez, al llegar a Matmata y entrar a ver las casas de los trogloditas en uno de los pasillos había una señora sentada en el suelo haciendo harina según costumbres de hace siglos y precisamente de la manera que acabo de describir. Es ahí donde pude observar detenidamente el proceso. Las piedras circulares tenían un diámetro de 20 a 30 cms.

Fue en la etapa del Imperio Romano en la que este tipo de molinos tuvo su mayor desarrollo, en este caso con el llamado molino de sangre. El procedimiento era tan crudo, que es mejor dejarlo. Solamente mencionar que los hacían girar por medio de esclavos y en algunos casos por animales.

Fue la rueda hidráulica la que fue utilizada en la época griega y romana, que es cuando tuvo gran desarrollo el aprovechamiento del agua como energía motriz. Desde ahí es cuando realmente comienza el gran desarrollo de los molinos, no solamente el del grano, que es el que a nosotros nos atañe, sino de todos los que actualmente están en funcionamiento para proporcionarnos energía.

Aún siguen funcionando algunos, pocos, de los molinos que durante algunos siglos fueron la fuente de riqueza, sobre todo, para el medio rural, los llamados molinos hidráulicos, que aprovechan la fuerza de las corrientes de agua de los ríos. Se empezaron a construir adaptándose a sus condiciones de caudal y regularidad, para que, mediante diferentes tipologías, se obtuviera el mejor rendimiento, llegando a instalarse tanto fuera como dentro de los cauces de los ríos.

Éste es precisamente el sistema que el molino de Valdelageve estuvo haciendo para todas las familias de este pueblo y otros muchos de la comarca. Fue construido por Fermín Sánchez a finales del siglo XIX, según cuentan las personas mayores y también me ha contado el tío Luis, con quien hablé el mes de abril del 2010. El molino trabajaba a pleno rendimiento y en él se molía todo tipo de cereales, algarrobas, etc.

Transcurridos unos años se lo vendió a Francisco Matas, el cual estuvo trabajándolo de la misma manera, hasta que, llegada la guerra civil, dejó de funcionar. Hoy solo podemos ver los restos del mismo, que nos sirven para recapacitar y pensar en algo que tuvo nuestro pueblo en tiempos pasados y que hoy queda como historia.

Bibliografía

GARCÍA CASTEJÓN, Fernando (1996). Los molinos y fábricas de harina en Castilla y León. Salamanca, Junta Castilla y León / Gráficas Varona.
GARCÍA TAPIA, Nicolás (1997). Molinos tradicionales. Valladolid, Editorial Valladolid S.A.
LÓPEZ GARCÍA, Rafael (2006). Molinos hidráulicos. Apuntes de historia y tecnología. Alcalá la Real (Jaén), Ediciones Alcalá.


(Foto: Juan-Miguel Montero Barrado)


domingo, 9 de mayo de 2010

Reencuentro con mi pueblo

Lo que yo no entiendo es como no comencé a escribir este cuaderno contando lo que ahora mismo os voy a relatar y que creo que os va a encantar al igual que a mí. Lo que no sé es si será incluido todo este capítulo de una vez o son cosas de los entendidos, en este caso mi hermano Jesús Mª, al que tanto debo y admiro.

El día 10 de noviembre de 1941 nací en el pueblo de VALDELAGEVE en la provincia de Salamanca. Mi estancia allí fue de dos años, de los cuales, como podrán imaginar, de nada me puedo acordar. En mi mente comienzan a grabarse los maravillosos días pasados cuando volví con 13 años, para cambiar de aires y conocer el lugar donde nací y a toda su gente. Tuve la suerte de tener como anfitriona a Elisa, discípula de mi padre cuando estuvo de maestro nacional entre los años 1934 y 1943.

En aquellos años, estoy hablando de 1954, ir al pueblo, a 104 kilómetros de Salamanca, era un tanto complicado. La primara parte del camino consistía en llegar a Béjar, bien por ferrocarril o bien en la Serrana de Coca, que suponían de 2 a tres horas de viaje. En esta ciudad textil comíamos un bocadillo, esperábamos unas horas, que, por cierto, se hacían muy pesadas, hasta montar en un autobús un tanto destartalado que nos llevaba hasta Lagunilla. La segunda parte del viaje resultaba bastante más incómoda, tanto por el vehículo en que viajábamos como por la cantidad de curvas que tenía la carretera. Al llegar a Puerto de Béjar y, más en concreto, a Casa Adriano, posada conocida y famosa desde generaciones anteriores, nos desviábamos a la derecha para tomar un camino -bien digo, un camino- y seguir hasta Peñacaballera, El Cerro y llegar a Lagunilla, fin de la segunda parte del viaje. Esto eran otras dos horas.

Desde ese momento solamente pensaba en el trayecto que quedaba por recorrer, unos 8 kilómetros, hasta llegar a mi querido pueblo de VALDELAGEVE. De ahí que mi cara fuese otra. En ella se reflejaba ya la sonrisa, la alegría, el sano deseo de conocer el lugar que me vio nacer y a las personas que en esos años me cuidaron, atendieron y de las que tantas veces oí hablar en casa a mis padres. Como dije antes, eran sólo 8 kilómetros, pero qué hermosura, qué olores, qué vistas. Ese trayecto lo hice caminando solo y disfrutando lo que nadie se puede imaginar.

En otras ocasiones unas veces lo hice de la misma manera, otras venían a buscarme en mulo y alguna vez me bajó en coche don José, amigo íntimo de mi padre, que aún continuaba en Lagunilla como médico titular. Tenía un Ford pequeño, de los de aquella época. De cualquiera de las maneras en este último tramo mis pensamientos eran muy positivos, de manera que todo el cansancio del viaje se iba pasando y olvidando según se sucedían las vueltas y revueltas -unas 200 desde Puerto de Béjar-, percibía el ambiente que me rodeaba, y sentía la ilusión y la alegría. También pasaban por mi mente aquellas historias, salidas de las bocas de mis padres, hermosas unas veces y crudas otras, cuando iban a buscar a Puerto de Béjar a mi padre con caballerías, ya que por aquel entonces no había autobús, y después de casarse, también a mi madre y a mí mismo.

Estos viajes se hacían en diferentes épocas del año y en alguna ocasión, por motivos que no recuerdo, nos llevaban por Montemayor del Río, pero siempre acompañados por gente del pueblo. El camino se hacía pesado y más aún si tenían que luchar contra las inclemencias del tiempo: el agua, el viento, en algunas ocasiones la nieve y para darle más emoción no tengo más remedio que mencionar a las alimañas, especialmente los lobos, sin olvidar alguna historia de los maquis.

Una vez que se divisaba el pueblo mi corazón comenzaba a latir más rápido y mi emoción se dejaba sentir. No sé qué tenía y aún tiene para mí. Todas eran buenas y sanas sensaciones, hermosos pensamientos. Entraba en una fase en que todo lo veía y lo sentía en armonía. En una sola frase: era una persona muy feliz.

En mí primer viaje fui recibido por tío Isaac y tía Valentina, los padres de Elisa y también de Zacarías, Mari Carmen y Félix, éste ausente. El mes que pasé a su lado fue extraordinario, pues no en vano toda la familia era un ejemplo. Tío Isaac era una gran persona y buen educador de sus hijos. Trabajaba su hacienda y además sacaba tiempo como sacristán para tener la parroquia en perfecto estado. Tía Valentina era una mujer inquieta, trabajadora, afable y pendiente de todo lo que le rodeaba.

En otras ocasiones acudía a casa de tía Consuelo, la patrona, como en nuestra casa la llamábamos. No en balde mi padre pasó en su casa unos años y cuando se casó vivió tres más en la casa contigua. Tía Consuelo fue siempre como una segunda madre para mi padre y más tarde como una abuela tanto para mí como para mi hermana Pili. Junto a ella y su querido hijo Emilio, al que adorábamos todos por su delicada salud y bondad, no faltaba nunca su hija Juana, mujer muy trabajadora y noble donde las haya; su esposo Victoriano, natural de Puerto de Béjar, que era más serio y socarrón; y sus hijos Julián, hoy mi compadre, Juanito, Ino, Chelo, Cándido y Ventura. La verdad es que para mí tanto monta la una como la otra familia. No puedo hacer distinción ninguna, pues el trato era excelente, cada uno a su manera, pero en ambas me sentía como uno más de sus seres queridos.

Tampoco quiero dejar de mencionar al resto de mis paisanos, los cuales estaban siempre pendientes de mí. Todos querían que pasara un rato a su lado almorzando, comiendo o merendando. Así querían demostrar lo agradecidos que estaban por la labor efectuada por mi padre durante los años que allí pasó. No paraban de hablar de él, de mi madre y de mi primera infancia. De todo ello les quedé muy agradecido. Todavía ahora, cuando vuelvo a mi pueblo, me siento plenamente integrado en él.

En mi mente hay innumerables recuerdos y anécdotas variopintas, recordadas con gran alegría, cariño y fervor, seguramente dulcificadas por el recuerdo. Voy a contar algunas.

En cada casa había un horno de barro. Cada vez que lo utilizaban suponía un gran acontecimiento para los niños y adolescentes, pero en especial para mí, dada la novedad. Los hombres se encargaban de llevar la leña de encender y calentar el horno. Mientras tanto, las mujeres elaboraban la masa del pan y cuando la temperatura estaba en su punto, la metían a cocer. Recuerdo cómo al abrir la puerta de nuevo y observar el color rojizo de su interior, notaba el calor en mis ojos. Mi cara rebosaba de alegría y no os digo cuando comenzaban a sacar el rico y apetecible alimento, ya cocido y con ese olor que aún conservo, para meter los panes en una artesa bien tapados y, una vez fríos, guardarlos en un arca.

Tengo clavado en mi mente que en casa de tía Valentina en tiempo de los higos preparaban mediante su cocción el arrope. Era una especie de mermelada con un sabor un tanto especial, del que ahora en concreto no me acuerdo. Lo que si puedo asegurar es que a todos nos gustaba y lo comíamos extendiéndolo sobre una rebanada de pan.

Por entonces todavía había lobos y en un par de ocasiones los vi correr desde el Ventorro, el barrio alto del pueblo, por la mañana, temprano. Lo hacían por el otro lado del río, exactamente atravesando el paraje llamado los Riscos. Me ponía muy nervioso y contento a la vez, al observar algo inédito en mi vida y de lo que tantas veces había oído hablar. Enseguida llamaba a tío Isaac para que los viese y de esa manera compartir también esa emoción.

El desayuno era en todas las casas normal, pero el almuerzo es algo que me quedó tan grabado que en esta ocasión se lo voy a adjudicar a tía Consuelo, la patrona. Cuando llegaban los hombres y las mujeres de las primeras horas de faenar en el campo, esta gran señora, todo un ejemplo de trabajo, orden y silencio, que en muy pocas ocasiones levantaba la voz, ya lo tenía todo preparado. Eran aproximadamente las once de la mañana y nos sentábamos alrededor de dos mesas sobre sillas bajas, tajos o banquetas. Para mí era otro acontecimiento y para ellos un rito. Con qué ganas comíamos al pozo, como entonces se llamaba a comer todos de la misma fuente o cazuela de barro, aquellas ricas patatas cocidas a la lumbre en pucheros de barro. A su lado encontrábamos otra fuente repleta de una ensalada de tomates de las que hacen historia. Es cierto, esas ensaladas solamente las he comido en Valdelageve y además con cuchara, dado el jugo que soltaban. A continuación comenzábamos a coger las tajadas metidas en el panzón, que era trozos de panceta adobada con pimentón y metidas en el intestino ciego del cerdo. Las colocábamos sobre una rebanada de pan y las íbamos cortando con un cuchillo o una navaja para comerlas con un gusto y agrado… De verdad es que en estos momentos, como en otros, lo estoy pasando muy mal, pues la boca se me está haciendo constantemente agua, que es lo que bebíamos entonces los adolescentes o, como mi padre decía, los hombres de media bragueta, mientras los mayores remataban con un sorbo de buen vino de cosecha propia. Terminábamos el almuerzo con un excelente postre de fruta, que bien podían ser cerezas, pavías, higos, ciruelas, etc., según la época, todo ello del propio terreno. Esta forma de comer a mí particularmente me gustaba mucho. Claro que por aquel tiempo todos éramos más naturales que hoy en día, pues no había nada que temer porque la vida era más sencilla.

Los días transcurrían yendo y viniendo de un lado para otro, jugando con los adolescentes del pueblo, recogiendo en los huertos ricos tomates, frescas lechugas y fréjoles, o subiéndonos a los árboles en busca de diferentes clases de frutas, todas ellas muy olorosas, de las que ya hice mención con anterioridad. El lugar que más me llamaba la atención era el Huerto del Lobo, al que siempre iba con una alegría inusitada. Primeramente dado su nombre y luego por la famosísima higuera, la más grande, con mucho, de Valdelageve y creo que de la comarca. Daba higos en tal cantidad, que parecía que nunca se acababan. Años más tarde, cuando volví e hice alguna fotografía, tuve que alejarme muchos metros para poder captarla en toda su amplitud. Solamente me faltó medir el diámetro, y enterarme del porqué de su nombre y de sus años. En algún momento algo debieron de contarme, pero ahora no logro acordarme.

Por todos esos lugares iba casi siempre en compañía del hoy mi compadre Julián, que era el mayor de la pandilla, formada también por Juanito, Daniel, Ovidio y alguno más. Algunas veces nos acompañaba Alejandro, al que llamábamos Ale. Ya era un mozo, pero, dadas sus buenas cualidades, encajaba muy bien con nosotros.

En el Ventorro me juntaba con Ramón y otros, pero cuando mejor y más contento estaba era jugando, hablando e incluso leyendo y haciendo algunos deberes con Mª Carmen y Teo. Esta última era la hija menor de tía Rosa. Una de sus hermanas, Upe, estuvo cuidándome durante mi niñez y al tenerme tanto tiempo en sus brazos, fue tal el cariño que me cogió, que desde entonces nos sentimos tan unidos como si de la familia fuésemos. Siempre que hablamos por teléfono o nos escribimos sigue llamándome “mi niño”. Me encontraba también muy a gusto en casa de tía Rosa, seguramente por verme rodeado de su cariño, sencillez, amabilidad y humanidad. Junto a ella pasé grandes ratos. A veces viendo con qué cuidado, paciencia y esmero elaboraba en la cocina sus hermosos y ricos quesos de leche de cabra, de los que tan orgullosa se sentía y no era para menos. Y también contándome amenas historias.

Terminado el trabajo, salíamos al espacio abierto que tenía delante de su casa y nos sentábamos en el poyo o escaño. Enfrente de la casa había dos acacias y el paisaje que desde allí se divisaba era -y es- espectacular, majestuoso. Si mirábamos de frente nuestra vista chocaba con el alto de la Gesa. Si lo hacíamos a la derecha, con el regato de Valtravieso y los Riscos. Si volvíamos la cabeza a la izquierda, enseguida veíamos las eras con los dos olmos aún existentes, un poco más lejos, el monte del Pardo, más allá la Sierra del Castillo, zona del pueblo de la Herguijuela de la Sierra, para finalmente detener nuestra vista en la sierra de la Olconera… Como la casa está aislada, todavía sigo pensando que era -y es- el lugar privilegiado para tener una segunda vivienda. Claro que es un pensamiento muy personal.

Otros momentos muy agradables sucedían cuando iba a llevar o a buscar el ganado de tío Isaac, bajando por el camino que nos lleva a la fábrica de la luz. Durante ese tiempo bonitas canciones salían de mi garganta, me sentía contento y a la vez útil por la ayuda aportada. En el camino me paraba a cortar alguna rama para hacer alguna cayada, pues no en vano ya me habían enseñado el proceso a seguir.

También me divertía mucho trillar, siempre acompañado por mis canciones y en menor escala me gustaba limpiar o recoger el grano. Este trabajo, al ser más serio, lo desarrollaban las personas mayores. La juerga para nosotros venía a continuación, al meternos descalzos en los montones de grano de trigo, sobre los que saltábamos, nos rociábamos de grano e incluso preparábamos buenas peleas. Claro que todo tenía un punto y era cuando las personas mayores nos pescaban y entonces no teníamos más remedio que salir y ordenar lo desordenado, siempre a nuestra manera.

Había unos días muy especiales, muy bonitos. Primero, por la claridad y el relucir del sol y en segundo lugar, por la alegría que desprendían tanto las mujeres y las mozas como las de los muchachos. Consistía en bajar al río a lavar la ropa. Para nosotros era una jornada silvestre y la pasábamos hasta la tarde. Nos daba tiempo a todo: a chapuzarnos, a saltar de piedra en piedra, a subirnos a algunas peñas, a cruzar el río y subir a los prados verdes para tirarnos dando vueltas. Las mujeres, después del primer lavado, ponían la ropa a solear sobre las peñas, arbustos o la hierba, donde, recibiendo los rayos solares, se blanqueaba. Seguidamente comíamos, para más tarde, después de un corto descanso, volver a meter la ropa en el río y dar los últimos toques antes de volver a ponerla al sol para secarse. Después tomábamos parte en doblar la ropa y meterla en las banastas y finalmente esperábamos a que bajasen los hombres y los mozos a buscarnos con las caballerías.

Cuando llegaban, lo primero que hacían era darse un chapuzón, pero… en coratos, vamos, desnuditos. Más tarde intentaban coger alguna anguila de las que tanto abundaron durante muchos años. Normalmente se metían también las mujeres, pero vestidas, para ayudar a capturarlas. Resultaba difícil y complicado cogerlas, dada su piel fina y resbaladiza. Siempre comentábamos cómo en una ocasión una mujer asió con fuerza el pito de un hombre y a viva voz, toda entusiasmada, gritó: “¡ya la tengo, ya la tengo, ésta ya no se me escapa!”, mientras el pescador de anguilas gritaba a la vez: “¡pero que es mi pito, que es mi pito”. Hoy en día desde la construcción del pantano de Gabriel y Galán y otros las anguilas han desaparecido de nuestra zona.

Al atardecer las mozas iban a buscar el agua. Las que vivían en el Ventorro acudían a casa de tía Elena, que tenía dos hijas. Una de ellas, muy moderna y un tanto especial para aquella época, tenía de nombre Jovita. El resto del pueblo, casi su mayoría, iba a la fuente de Acullá, ya que tanto las tinajas como los cántaros y botijos de cada casa tenían que quedar llenos. Entonces las mozas del pueblo se arreglaban y embellecían. No en vano en los viajes de ida y vuelta, que echaban con sus cántaros cargados sobre la cabeza y al cuadril, aprovechaban para juntarse con los mozos que salían a su encuentro. Éstos no iban tan acicalados, pero sí dispuestos y con ganas de verlas, ayudarlas y en muchos casos de cruzar palabras, lo que hacía para ambos sexos un final del día más alegre, cautivador y lleno de encanto.

Los domingos por la tarde se juntaban las pandillas en diferentes partes del pueblo. Los mozos estaban en el bar o en sus cercanías, y llegada, la hora, todas las mozas acudían al casino, lugar donde se hacía el baile, que era de lo más curioso y bonito. Yo, todavía muy jovencito, observaba, pero años después ya eché algunos bailes de los que guardo muy buenos recuerdos. Al son del tamboril y la gaita las parejas íbamos dando vueltas alrededor de una columna de madera. No era un baile cargado de mozos y mozas, pero sí había los suficientes para que el domingo acabara siendo el día más especial y hermoso dentro de cada semana.

Las noches eran totalmente diferentes. El ambiente era sereno, calmado y respirando un olor muy agradable. Se juntaban todos los aromas, aquellos que por el día quedaban apagados por el sol y el movimiento del ir y venir de la gente del pueblo y los animales. Como era verano, casi todos los vecinos salían a tomar el fresco: unos se sentaban en los poyos de las casas y otros lo hacían en tajos o sillas bajas. Lo que nunca faltaba era alguna banasta llena a rebosar de higos y de la que buena cuenta dábamos entre conversaciones y risas. Alguna vez, más en serio, contemplábamos las constelaciones que entre unos y otros podíamos conocer, dando luego cada uno nuestro punto de vista. También observábamos las estrellas fugaces, tan frecuentes en esa estación del año e incluso algún satélite que veíamos pasar lentamente todos los días y a la misma hora. Pero, es curioso, siempre y casi al final parecía el momento más oportuno para que los mayores se explayasen, contándonos a los jóvenes y menos jóvenes sus vivencias pasadas. Eran tantas y tan variadas que durante las narraciones no se oía ruido ninguno, sobre todo cuando se tocaban los temas de los lobos o de los maquis. En resumen, que una vez saciados de comer, hablar y escuchar nos despedíamos todos tan contentos y ufanos como era costumbre con los “hasta mañana”, “que descanséis”...

Ya en plena juventud no dejé de volver a mi pueblo siempre que me era posible. Buscaba días de paz y de tranquilidad. Ya me alojaba en casa de mis compadres Julián y su extraordinaria esposa Sidri. Y digo esto por las múltiples y buenas cualidades que la rodeaban, gozando además del cariño y la libertad que me daban para hacer lo que quisiera. Los días en Valdelageve no sé qué es lo que tenían, pero sí puedo asegurar que transcurrían y todavía transcurren más rápidamente de lo normal.

Años después lo primero que hacía todas las mañanas era visitar a mis seres más queridos: tía Consuelo y su hijo Emilio. Eso era para mí un rito. Seguidamente comenzaba a caminar, cada día por lugares diferentes, a cual de ellos más precioso. Como los parajes que rodean al pueblo son a la vez muy abruptos, agrestes y difíciles de llegar, no tenía más remedio que ir acompañado de un palo que me sirviese para apoyarme de la mala pisá, como por allí se dice, y para defenderme, esto hipotéticamente, de cualquier animal que pudiese aparecer. En mi compañía tampoco faltaba un libro, la máquina de hacer fotos, la de diapositivas y el trípode. Juntando todo esto resultaban los paseos más atractivos, pudiendo detenerme con mayor frecuencia y recrearme de esos primeros y segundos planos de las vistas tan hermosas que servían para distraerme y sentirme en un mundo donde todo era puro, sin maldad ni envidias y siempre con pensamientos limpios, como el aire que respiraba. Sin pensar y casi sin preparar estaba disparando algunas fotos o leyendo algún capítulo del libro.

Me viene a la mente cómo una tarde, después de comer, marché de en dirección al alto de la Gesa, después de que mis compadres me hubieran indicado, como era costumbre, el camino a seguir. Iba con mis bártulos y no sé por qué motivo llevaba el trípode extendido todo lo largo que era. Durante el primer tramo del camino todo marchó normal, pero una vez que comenzó la pendiente, entre las jaras, escuché un ruido. Me paraba y éste cesaba, y así durante toda la ascensión. Incluso hubo algún momento en que me detenía y rodeaba la zona a ver si localizaba alguna culebra u otro bicho o animal, pero la verdad es que no logré ver nada. Llegué al lugar deseado y lo primero que hice fue observar los alrededores, luego preparé las máquinas fotográficas y finalmente me senté sobre una piedra a descansar. Pero he aquí mi gran sorpresa: ver delante de mí al perseguidor. ¿Quién era? Ni más ni menos que Loli, la perra de Julián. Bien es cierto que a mí nunca me gustaron estos animales, pero en ese momento, viendo su candidez, no tuve más remedio que aceptarlo y hacerme su amigo. Aproveché la ocasión para sacarle unas fotos y en otras a los dos juntos. Cuando llegué a casa con toda la ropa pegajosa, debido a mi paso entre las jaras, lo primero que hice fue contárselo a mis compadres. Julián enseguida me contestó que el bueno del animal, al verme salir de casa con el trípode al hombro, creyó que llevaba una escopeta e iba de caza.

Quiero hacer un inciso: al llegar a Salamanca una de las fotos del perro le gustó tanto a mi amigo, el artista Antonio Marcos Collantes, que me pidió se la dejase. Pintó un cuadro que más tarde sería premiado en una exposición. Desgraciadamente esta gran persona y artista salmantino falleció el día 23 de diciembre de 1996.

Ya para concluir, sigo insistiendo que lo más hermoso del pueblo era la paz y el sosiego; la campiña con esas vistas tan bonitas y que tantas veces he mencionado, llenas de contrastes tanto al amanecer como al atardecer; el sentirme rodeado de personas que normalmente sólo veía cuando iba allí; el tener otro tipo de conversaciones, más sencillas y llenas de sinceridad, humanidad; el observar la forma de vivir de cada uno de mis paisanos y, cómo no, el ver reflejada en sus caras la satisfacción del deber cumplido.

(Fotos: Juan-Miguel Montero Barrado)

lunes, 3 de mayo de 2010

Un gevato de Valdelageve

He estado esperando el momento de presentarme ante mi pueblo, mis paisanos, amigos y lectores, tal y como me defino: Juan-Miguel, un gevato de Valdelageve.

He repetido tantas veces en voz alta como baja, “soy yo, estoy aquí, porque soy de aquí, porque aquí nací”.

Bien es cierto que todo esto se debe, desde que tengo uso de razón, a la cantidad de historias oídas y repetidas a mis padres, que algunas de ellas, y sin quererlo, las había visto y sentido en mi interior.

Con el objetivo de que lo expuesto con anterioridad, no se desvaneciera de mi imaginación, pensé que no tenía más remedio que ir a ver y escuchar in situ todo lo que en mi mente estaba grabado.

Cuando llegué a mi pueblo, por fin, me sentí orgulloso, mi meta se había cumplido y desde entonces comencé a adquirir un sentido más real.

Aquí, en Valdelageve, mi pueblo del alma, comencé a ver y a percibir la verdad tal y como me lo habían contado y descrito.

Cuando escribí mi libro Notas de Valdelageve y fue publicado pude darme cuenta, releyéndolo, que todo parecía más fantástico aún. Durante mi estancia siempre encontraba y sigo encontrando momentos para salir sin rumbo fijo, pero casi siempre pensando en mi pueblo, sus gentes, sus necesidades, porque. . .fui, soy y seguiré siendo un gevato. En esta ocasión, y siendo muy realista, seguiré estando pendiente y haciendo o ayudando hasta el día en que fallezca.



(Foto: Juan-Miguel Montero Barrado).



domingo, 2 de mayo de 2010

El paisaje y varios parajes maravillosos

En el paisaje que rodea a Valdelageve se aprecian montañas de mediana altitud y relativamente abruptas. Es una salvedad la cumbre redondeada y aplanada de La Gesa, como hoy la llamamos, aunque hace bastantes años le daban el nombre de la Dehesa Boyal, porque era el monte comunal donde la gente del pueblo llevaba a pastar a los bueyes. El nombre que figura en los mapas es el de Dehesa, como ocurre con el del Servicio Cartográfico del Ejército, que le da una altitud de 792 metros. El encadenamiento de estas montañas produce valles de una enorme belleza, con inviernos relativamente suaves, de ahí que podamos disfrutar de un microclima dentro de la variedad mediterránea. Abundan los materiales de pizarras y cuarcitas, lo que permite incluir estos montes dentro del conjunto de la Sierra de Francia.

En siglos anteriores el terreno de Valdelageve estaba poblado de una densa vegetación que permitía la existencia de abundante caza. Con el paso del tiempo se produjo una fuerte deforestación que se ha tratado de frenar en las últimas décadas mediante una repoblación forestal basada, desgraciada y casi exclusivamente, en el pino. Entre la vegetación actual se pueden ver todavía especies mediterráneas como el madroño, el brezo, la jara, las higueras e incluso especies de zonas más cálidas y secas como la chumbera. Hay además especies atlánticas, como el castaño, el roble, los helechos y otras.

Los cultivos presentan también una gran diversidad: olivos, viñedos y árboles frutales. En los fondos de los valles por donde corre el agua o en los bancales de las laderas donde haya una fuente también se producen diversos productos hortícolas. Estos bancales o terrazas son uno de los elementos más característicos del paisaje de Valdelageve, que ha sido modificado por el hombre.

Hay varios parajes dignos de tener en consideración por su belleza natural, entre los que cabe mencionar los que voy a describir a continuación.

La Buitrera.

Es un paredón o barranco de grandes dimensiones que se divisa desde cualquier parte del pueblo. Llegar a él es un tanto aventurado. Primero, por la falta de senderos; y segundo, por la cantidad de arboleda y vegetación que en sus alrededores se encuentra. Esta zona esta declarada Refugio Nacional de Caza y, lo comento, no sea que alguna de las personas que lean este corto escrito tengan una idea distinta. Toda la zona está vigilada por guardas jurados y la Guardia Civil.
El mejor lugar para llegar allí y poder observarla es tomar la pista que sale desde Lagunilla, pero, atención, no todos los coches pueden llegar, dado lo agreste de camino. En bastantes ocasiones los he visto aparcados a los lados del camino.

No cabe duda que el trayecto es espectacular. Si miramos a la izquierda, observamos la provincia de Cáceres, y si lo hacemos a la derecha, la de Salamanca. En el terreno de nuestro pueblo, que es lo que ahora nos interesa, disfrutamos de diferentes tipos de arboleda y vegetación. También podemos sorprendernos con la aparición de algún venado e incluso alguna pareja de ciervos que, al estar en celo, puedo pensar que estarán cortejándose o en una actitud amorosa... De todas las maneras resultaba muy entrañable verlos en ese estado tan natural y lleno de sensibilidad.

Pasamos por el llamado Comedero de Buitres, lugar donde se llevan a todos los animales muertos para que den buena cuenta de ellos. Hay diferentes clases de buitres, aves carroñeras, que en la zona de la Buitrera y el Arca tienen sus nidos. También hay otras aves, como águilas, milanos búhos, etc.

Un poco más adelante dejamos el camino y nos adentramos entre la maleza para poder observar, más cercano, el paredón de rocas y peñas donde se encuentra la Buitrera. Aquí están estas aves en su terreno haciendo sus característicos vuelos en círculo. Para ello hay que ir provistos de unos buenos prismáticos, no sólo para deleitarse de lo mencionado, sino de nuevos encantos que pudiesen descubrirse, como las hermosas y atractivas vistas del Lomo de los Caballos, el Valle Manzano, Valdepalacio, la Cabrera, etc. Yo les aconsejo que lo mejor es ir acompañado de alguna persona que conozca muy bien el lugar y les sirva de guía.

El camino continúa hasta llegar al punto más alto, Cumbre Calama, de 1041 m. Allí está situada una estación de vigilancia y, muy cerca de ella, un gran machón hecho de piedras por un pastor hace muchos años, cuyo nombre seguimos respetándolo: Tío Sentao. Le servía para vigilar el ganado y descansar, y también para recrearse de las maravillosas vistas. Por ello, insisto, es todavía un punto privilegiado, no sólo para los que efectúan su trabajo durante las 24 horas del día, sino para todas aquellas personas que les guste andar y disfrutar de la naturaleza, de los asombrosos y majestuosos horizontes durante el día, el relucir de las aguas del pantano Gabriel y Galán a la puesta del sol, así como la luminosidad que destellan aproximadamente esos 70 pueblos localizados en la noche.

El Arca.

Está dentro del entorno anteriormente citado. Sólo se puede llegar desde nuestro pueblo hasta las cercanías a través de las pistas, mientras que el resto hay que hacerlo a pie y no siempre se puede.

La Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Castilla-León nos aclara en su ficha técnica que continúa siendo, como La Buitrera, Refugio Nacional de Caza. Ambas zonas tienen una superficie de 2.200 ha. y su altitud oscila entre los 420 y 1.041 m. En su interior nacen arroyos como el Martinebrón, el Servón, el Robledo, etc. El terreno es muy agreste, dominan las pizarras y las calizas. En el monte bajo abundan las jaras, brezos y retamas, al igual que alguna repoblación de pinos y eucaliptos. Las partes altas están cubiertas de encinas, alcornoques, madroños, castaños, robles, enebros, etc.

Entre los mamíferos puedo citar el lince, la jineta, el tejón, el ciervo, el corzo, el venado, el gato montés, el jabalí, el zorro, etc. Para las aves cabe destacar un área de gran importancia en la que puede verse el buitre negro (una de las colonias más reproductoras de España), el buitre leonado, el alimoche, el águila imperial ibérica, el águila culebrera, el ratonero común, el búho real, etc. También merece mención especial la existencia en nuestra zona de la cigüeña negra, especie poco visible y en grave peligro de extinción.

El valle del Servón.

Está más cercano al pueblo. El nombre que recibe el río es el del Riato. Hasta hace pocos años hemos podido ver restos de la antigua ermita y del poblado que los moros tuvieron en las cercanías. Hoy toda aquella zona, excepto algunas tierras y huertos, está repoblada de especies como el pino mediterráneo y el eucalipto.

Yo, sin tener un gran conocimiento sobre estas dos clases de árboles, he visto cómo la fuente que había al lado de la ermita y de la que brotaba abundante agua se ha secado. Quiero decir, a mi modesto entender, que este tipo de especies es muy perjudicial, pues absorbe todo el agua que pueda estar en sus cercanías y de ahí que muchas de las fuentes que había por la sierra se hayan extinguido. Entonces, mi sencilla pregunta es: ¿por qué estos sesudos pensadores, intelectuales y conocedores del tema no se decidieron a plantar árboles autóctonos? La sierra estaría mucho más bonita, más atractiva, conservaría todos los recursos que en su momento tuvo, la fauna animal tendría pastos, agua, y, seguramente, no habría tantos incendios como hay en la actualidad, muchos de ellos provocados por… ¿qué quieren que les diga, si ustedes saben muy bien el porqué? Tendríamos una vegetación más rica, no solamente en la zona de la que estoy escribiendo y a mí me interesa, sino en toda España. Lo siento, pero una vez plasmado este punto, no estoy en condiciones de seguir extendiéndome más en la exposición sobre el Valle del Servón.

Los Riscos.

Viniendo de Lagunilla y justo antes de entrar en Valdelageve miramos a la derecha y de esta manera se empieza a observar una enorme hondonada por donde pasa el río Cuerpo de Hombre. Llama la atención su zigzaguear entre grandes cortados y peñascales, así como el color del agua, siempre algo oscura, tomado a su paso por Béjar, una vez utilizada por las fábricas textiles.

Ahora nuestra mirada va desplazándose hacia arriba y la mente continúa deleitándose al ver esa alta y empinada ladera llamada Los Riscos, terreno también abrupto y descarnado, cubierto de matorrales, espinos, arbustos tantas veces mencionados y algunos fresnos. También se pueden observar algunas sendas marcadas por el paso de animales.

La ladera, por lo ya apuntado con anterioridad, es un lugar muy propicio para la existencia de tejones, de ahí que haya bastantes y profundas cuevas, llamadas tejoneras. Estos animales pesan de 10 a 25 kilos, sus movimientos son muy rápidos y prefieren lugares que sean poco frecuentados y que estén al lado del curso de los ríos, donde les gusta bañarse. Hacia el anochecer salen en busca de comida, mamíferos de diferentes tamaños y hasta reptiles. También comen frutos, tubérculos, raíces… Su carne es muy sabrosa y su piel tiene diversos usos. Los pelos más largos se utilizan para hacer pinceles, brochas…

Risco de los Polluelos.

Este es uno de los lugares donde su belleza natural sobrepasa los límites. Se encuentra en la margen derecha de río Cuerpo de Hombre. Mi información llega hasta aquí y ya es bastante, ¿verdad, mis queridos lectores? En él se encuentran algunas aves muy importantes, como el búho real o el buitre leonado, aunque merece especial mención la cigüeña negra, hoy día casi en extinción. Por eso mis datos son más breves de lo que a mí me gustaría.

El Canchalazo.

Como el mismo nombre indica, es una pared situada a la derecha de La Gesa. Se encuentra bien resguardado y rodeado de maleza, de ahí que habiten búhos, cuervos, diferentes clases de águilas y buitres... A éstos los vemos volar a gran altura y en sus vuelos bajos, pasando a veces casi a nuestro lado. Bien es cierto que una vez que nos han descubierto, sus círculos se van abriendo lentamente hasta alejarse. Un lugar muy común para recrearse de estas aves es situarse en la zona del Ventorro, que es el barrio alto del pueblo.

Epílogo: una fauna muy variada.

Como se ha podido leer a lo largo de este escrito, la fauna de Valdelageve es muy variada. Aparte de las especies ya mencionadas, tengo que sacar a la luz otras especies más para enriquecer un poco más este capítulo. La información la he recibido de mi amigo y paisano Celedonio Matas Martín.

Mamíferos: garduñas, turones, comadrejas, nutrias, tejones, jinetas, zorros, erizos, liebres, conejos…

Reptiles: víboras, culebras bastardas, lagartos, lagartijas, salamanquesas…

Aves: azores, milanos, gavilanes, grullas, halcones, garzas, cigüeñas, cigüeñas negras, búhos reales, codornices, mirlos, golondrinas, vencejos, cuervos, urracas, estorninos, gorriones, grajillas, grajos, palomas, palomas torcaces, perdices, perdices rojas, tórtolas…

Peces: barbos, bogas, carpas…

Anfibios: ranas, ranas de san Antonio, salamandras, tritones, sapos…



(Fotos: Juan-Miguel Montero Barrado)