sábado, 24 de abril de 2010

En recuerdo de Emilio, mi amigo del alma

Escribir unas líneas sobre Emilio me resulta sencillísimo. Incluso es un placer, no sólo para mí, sino para todas las personas que le conocimos. Ahora mismo lo estoy viendo en las diferentes facetas de la vida por las que pasó. Voy a comenzar por la etapa en que llegué a reencontrarme con mi pueblo, el que me vio nacer y del que tantos y tantos recuerdos atesoré al escuchar las conversaciones que teníamos mis padres y yo.

En el año 1954, cuando tenía 13 años, me presenté en solitario en Valdelageve y fue cuando conocí a Emilio, mi amigo del alma. Era hijo de tía Consuelo, “la patrona”, como siempre la conocimos y nombramos cariñosamente en mi casa. De momento no quiero pasar de ahí, sólo quiero puntualizar que entonces tenía Emilio 34 años. Cuando me lo presentaron él sabía de sobra quién era. Me miró con unos ojos que centelleaban con luz propia. Su cara, su sonrisa eran diferentes a las de los demás y, de repente, nos abrazamos y nos dimos unos besos. Recuerdo que él se emocionó e hizo que a mí me sucediese lo mismo. No me quería soltar y ahora pienso que quizá estuviese esperando a tranquilizarse. Una explicación del porqué de tanta ternura quizás se deba a que Emilio era una persona con un coeficiente intelectual por debajo de la media y creo que esto es suficiente para que todos podáis entenderlo.

Mis ratos pasados a su lado fueron de los más bonitos y de los que más han quedado marcados en mi mente. Cuando íbamos camino de cualquier lugar, nos reíamos mucho durante las conversaciones De él aprendí bastantes cosas, no sólo para ser más humilde y mejorar en mis comportamientos, sino también para conocer el pueblo. Él mencionaba y me presentaba a la gente, pero nunca para criticarla.

En los huertos me fijaba en la delicadeza con la que cogía los tomates, los “frejones”, como allí los llaman, y todo tipo de hortalizas. También me fijaba en la forma que tenía de preparar los surcos para que pasase el agua y, de esa manera, dejar el huerto regado. Pero donde le notaba una gran pasión era cuando iba a ordeñar las cabras. Con la calma que le caracterizaba, apretaba las ubres de los animales. Mientras la leche salía, la caldera iba recogiendo el líquido blanco que luego servía para que pudiésemos alimentarnos y el sobrante para hacer los quesos. Las cabras no se alborotaban y creo que hasta le tenían cariño. Hago este matiz, porque, cuando acudí con alguna otra persona a hacer la misma función, todas las cabras se alborotaban y a la que le tocaba, siempre acababa agarrándola por los cuernos.

No solamente ejecutaba este tipo de trabajos que acabo de mencionar, no, él hacía lo mismo que los demás, nada más que con más calma, pero, con mayor perfección. La llegada a su casa era digna de ver, siempre con la sonrisa en los labios por el deber cumplido. En el pueblo era querido y se hacía querer por todos los vecinos y éstos, a la vez, lo respetaban. Él se comportaba con mucha educación, sacando a relucir sus pocas palabras, pero, sobre todo, su sonrisa llena de agradecimiento.

Hubo un momento en que se quedó solo en casa. Su madre, tía Consuelo, falleció. Emilio, mi amigo, se fue a vivir a casa de sus sobrinos, mis compadres Julián y Sidri. El trato que recibió siempre fue exquisito. Incluso en aquellos últimos años de enfermedad en que el pobre estuvo en cama. Ahí es cuando mi comadre Sidri se volcó en cuerpo y alma para tenerlo atendido. Nunca le faltó nada y lo tuvo siempre limpio y aseado.

Emilio González Nieto, mi amigo del alma, falleció el día 3 de octubre de 1991, a la edad de 71 años. En mi ser sólo me queda un gran pesar, ya que por circunstancias no fui avisado para darle mi último adiós.

Dios lo tiene en su seno.

(Foto: Juan-Miguel Montero Barrado)

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